—¿Por qué tengo
que correr? —pregunto sin aliento. No me gusta pero tengo que hacerlo y correr
es el ejercicio que más detesto. Aunque intento ir más rápido, el que me
guste fumar y los obstáculos sobre el camino, no me ayudan en nada. ¿Se
necesitan más razones? Por eso odio correr. ¿Para qué correr si lo aborrezco
tanto? Para salvar mi vida.
—Parece de película —jadeo con dificultad—. Tengo que
escapar.
La destrucción es excesiva: los automóviles asedian
banquetas, los escombros invaden el camino y la electricidad sigue haciendo
falta; el escenario es el mismo en todas partes.
Por las calles que voy atravesando, es posible que no
encuentre a ninguna persona. La gente, por seguridad, fue evacuada hace más de
dos días. Soy la única loca desfilando en medio del desastre. Quiero estar
lejos de lo que sucede allá atrás y parece que, por mucho que me aleje, esa
alarma me sigue de cerca.
Sin tener una dirección definida, corro en línea recta
mientras la desolación me trastorna a cada paso que doy. Tengo miedo y no
quiero que me atrape.
Cuando el sol del atardecer deslumbra mi visión,
comienzan a llorarme los ojos, a arderme la garganta y a faltarme el aire. Con
el dorso de la mano limpio las lágrimas nacidas por el cansancio.
—¡Odio correr! —consigo decir pero sé que no me debo
detener. No debo parar. Debo salvarme. Debo vivir…
—¡Ah! —digo cuando pierdo el equilibrio. Tropiezo con
algo tirado en el camino y caigo al suelo sin alcanzar a poner las manos para
amortiguar el golpe. Me he herido las rodillas, los brazos y la frente.
Afortunadamente, no golpeé mi cara contra el asfalto. Intento levantarme pero
el dolor es tan intenso que me quedo tirada en el suelo con mi frente pegada al
concreto. No tengo fuerza ni voluntad para seguir. Respiro profundo mientras
cierro los ojos y escucho a la inminente alarma que se aproxima.
—¡Levántate! —ordena alguien cerca de mí.
No pude evitar pegar un brinco y abrir los ojos como
platos. Me arrodillo y miro alrededor buscando a la dueña de la voz. Se oye la
alarma, pero nada más. No hay nadie.
—¡Arriba! —ordena de nuevo.
—¡Ya! —le contesto en voz baja mientras me pongo de
pie y giro mi cabeza en ambas direcciones. No veo a nadie.
¿Será por el golpe o por el cansancio? Mientras
respiro profundo, me quedo inmóvil y una sonrisa se va dibujando en mis labios.
¡Qué raro! Quizá sea estrés, pero me parece que oigo voces: ¡Sigue! Escucho.
—¿A dónde? —le respondo a la voz. Debió ser por el
golpe. Toco la herida de la frente con la yema de los dedos y descubro que
duele—. ¡No hay a donde ir!
Observo a mis dedos ensangrentados y la voz enojada me
grita: ¡No te quedes ahí! ¡Ya
viene! ¡CORRE!
Pero no me muevo y ordena nuevamente: ¡Debes vivir! ¡CORRE!
—¡Odio correr! —rezongo sin aliento y las lágrimas
aparecen—. ¡Estoy cansada!
Podrás descansar cuando te mate.
— Ja, ja —digo con disgusto mientras echo a correr.
Debo vivir.
Qué interesante, compañera.
ResponderEliminarMe gustó.
Saludos!