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1. Sol del este


—¿Por qué tengo que correr? —pregunto sin aliento. No me gusta pero tengo que hacerlo y correr es el ejercicio que más detesto. Aunque intento ir más rápido, el que me guste fumar y los obstáculos sobre el camino, no me ayudan en nada. ¿Se necesitan más razones? Por eso odio correr. ¿Para qué correr si lo aborrezco tanto? Para salvar mi vida.
—Parece de película —jadeo con dificultad—. Tengo que escapar.
La destrucción es excesiva: los automóviles asedian banquetas, los escombros invaden el camino y la electricidad sigue haciendo falta; el escenario es el mismo en todas partes.
Por las calles que voy atravesando, es posible que no encuentre a ninguna persona. La gente, por seguridad, fue evacuada hace más de dos días. Soy la única loca desfilando en medio del desastre. Quiero estar lejos de lo que sucede allá atrás y parece que, por mucho que me aleje, esa alarma me sigue de cerca. 
Sin tener una dirección definida, corro en línea recta mientras la desolación me trastorna a cada paso que doy. Tengo miedo y no quiero que me atrape.
Cuando el sol del atardecer deslumbra mi visión, comienzan a llorarme los ojos, a arderme la garganta y a faltarme el aire. Con el dorso de la mano limpio las lágrimas nacidas por el cansancio.
—¡Odio correr! —consigo decir pero sé que no me debo detener. No debo parar. Debo salvarme. Debo vivir…
—¡Ah! —digo cuando pierdo el equilibrio. Tropiezo con algo tirado en el camino y caigo al suelo sin alcanzar a poner las manos para amortiguar el golpe. Me he herido las rodillas, los brazos y la frente. Afortunadamente, no golpeé mi cara contra el asfalto. Intento levantarme pero el dolor es tan intenso que me quedo tirada en el suelo con mi frente pegada al concreto. No tengo fuerza ni voluntad para seguir. Respiro profundo mientras cierro los ojos y escucho a la inminente alarma que se aproxima.
—¡Levántate! —ordena alguien cerca de mí.
No pude evitar pegar un brinco y abrir los ojos como platos. Me arrodillo y miro alrededor buscando a la dueña de la voz. Se oye la alarma, pero nada más. No hay nadie.
—¡Arriba! —ordena de nuevo.
—¡Ya! —le contesto en voz baja mientras me pongo de pie y giro mi cabeza en ambas direcciones. No veo a nadie.
¿Será por el golpe o por el cansancio? Mientras respiro profundo, me quedo inmóvil y una sonrisa se va dibujando en mis labios. ¡Qué raro! Quizá sea estrés, pero me parece que oigo voces: ¡Sigue! Escucho.
—¿A dónde? —le respondo a la voz. Debió ser por el golpe. Toco la herida de la frente con la yema de los dedos y descubro que duele—. ¡No hay a donde ir!
Observo a mis dedos ensangrentados y la voz enojada me grita: ¡No te quedes ahí! ¡Ya viene! ¡CORRE!
Pero no me muevo y ordena nuevamente: ¡Debes vivir! ¡CORRE!
—¡Odio correr! —rezongo sin aliento y las lágrimas aparecen—. ¡Estoy cansada!
Podrás descansar cuando te mate.
— Ja, ja —digo con disgusto mientras echo a correr. Debo vivir.

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